Te fuiste
para siempre, como un segundo más de mi vida. En realidad no como un segundo,
sino como una temporada, quizás como la temporada más importante de mi corta y
estúpida vida. Porque sabes: aunque conseguí lo que soñaba cuando estaba
recostado en tu regazo, en ese cuarto de paredes celestes, perdí mucho. Perdí
quizá lo esencial, aquello que todos buscamos y pocos hallamos: te perdí a ti,
que fuiste –durante muchos años– el empuje diario, quien me inspiró cantos
ahogados, gritos desesperados, aquella chica a la que ahora recuerdo con
cariño, a miles de kilómetros de tu presencia.
Ojalá que
seas feliz, te lo mereces. Eres una chica de hierro, y aunque pocas veces te lo
haya dicho: eres de las pocas mujeres inteligentes y guerreras que he conocido
en mi vida. Por eso te admiraba, por eso te idolatraba a mi modo. Porque era
cierto que a veces te hacía llorar, que era un desgraciado sin escrúpulos, que
te dejaba llorando en la cama mientras salía a divertirme
con mis amigos los fines de semana.
Y claro:
cumpliste tu promesa, esa con la que siempre me amenazabas. Y sí, encontraste a
alguien que te quisiera más que yo,
que te comprendiera y quisiera casarse contigo cuando tú lo desearas. Pero
sabes: nunca te mentí. Cuando te aseguraba que anhelaba que fueras mi mujer, mi
esposa eterna, no era para salir del paso. Era un pacto implícito entre los
dos, un acuerdo tácito que cumpliría dentro de poco.
Pero no
supiste esperar, y buscaste en otro lo que yo aún no podía darte. Porque claro:
qué iba a entregarte si era un don nadie, y aún lo sigo siendo. Y ahora que te
veo con tu vestido blanco, con tu sombrero de paja y una sonrisa inmensa digo
que eres feliz, y aunque una lágrima cae de mis ojos no importa. Tu felicidad
es mi felicidad. Y ahora estoy un poco más tranquilo.
Tal vez nunca
encuentre a la mujer de mi vida, tal vez la perdí hace dos años, allá en la
gris, en esa ciudad inmensa que tú me ayudaste a sobrellevar, que tú me
enseñaste a querer. Sí, quizá no sea feliz. En realidad he de confesarte que no
lo soy, pero que todos los días trato de serlo. Y aunque me duela tu ausencia, tanto
como tus hoyuelos en tus cachetes, debo sobreponerme y seguir adelante, como
siempre.
Ahora solo
tengo que decirte adiós y que te vaya bien. Acuérdate de las tardes de verano
en que jugábamos en la azotea de aquella lúgubre casa, envueltos en un mar de
besos y abrazos, que eran nuestra forma más sencilla de decir que nos amábamos
con frenesí, quizá como nunca lo llegarás a amar a él. Recuerda seguir luchando
a diario, no te olvides de ponerte la blusa lila que tanto me gustaba y dile al
Biryin que su papá es un fracasado,
pero que lo ama con locura, y aún recuerda nuestra época dorada.
Gracias Hombre de Papel por dejarme compartir esta historia.
Gracias Hombre de Papel por dejarme compartir esta historia.